En el club de los metafísicos, los realistas son aficionados a
creer que el mundo será mejor porque a los seres humanos nos caracteriza la
voluntad y la responsabilidad de vivir. El hombre ejerce el poder de vivir la
vida a voluntad, nada está hecho, el hombre necesita hacerlo todo. El hombre es
una ser arrojado al mundo y está condenado a salir al paso a fuerza de
voluntad. El filósofo es un socavador de conciencias, pero es también un
armonioso constructor de una bella realidad finita.
La vida es una realidad básica. La voluntad de poder es vivir la
vida plenamente; el hombre es dueño de la vida y es el único responsable de
hacer de la vida un proyecto razonable. Se vive para y por la vida, siendo ella
su único fin. La vida puede tener un móvil ético; el fin o valor de la vida es
arrojarse a las pasiones y a la construcción de una nueva realidad, la
embriaguez desenfrenada de vivir la vida, pero vivir también en la pasmosa
quietud del desengaño de la fragilidad.
El hombre espera de otros la recta conducta, el ejemplo de la
dichosa acción y actuación de las palabras, la buena vida, el recto consejo,
pero por otro lado, desea ser libre, que no se imponga nada, que todo sea
escrutado por la fuerza o voluntad de existir. El hombre no tiene necesidad de
deidades, solo la reafirmación de su potencial creativo. Sabe que hacer, cómo
hacerlo y a dónde ir; seguridad desbordante que le invita a ser. La tradición
es retrograda maestra de la sumisión, la tragedia, el dolor, la muerte, marcan
el resplandor de la esperanza, de la construcción, de la ebullición, de la
lucha por ser y dejar de ser.
En este marco de apetitos desbordantes y de quietudes
insoportables, ¿en dónde te ubicas?, bien vale la pena esperar tu punto de
vista, el mío en boca de todos; es el sarcasmo de vivir la vida en consonancia
con la agitada insatisfacción de hacer cosas con la sensación de no haberlas concluido con intensidad.
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